Desde diciembre a marzo se puede realizar este tipo de cabalgatas con campamento en la montaña a la zona del Milagro de los Andes.

La supervivencia de los rugbiers uruguayos en plena cordillera andina me cautivó en la adolescencia con la lectura del libro ¡Viven! de Piers Paul Read escrito con la autorización de los sobrevivientes. Posteriormente, varios de ellos comenzaron a volcar sus vivencias en libros propios y a dar charlas por todo el mundo contando la asombrosa experiencia ocurrida a finales de 1972. Junto a Laura, compañera de aventura, decidimos ir a conocer el lugar donde sucedió el “Milagro de Los Andes”. La expedición comienza en el pueblo de El Sosneado, al sur de Mendoza, donde las empresas que realizan la travesía te recogen en una 4×4. A poco de salir y recién internados en zona montañosa se nos presentó un obstáculo. 

El día anterior una crecida del río había arrancado parte del camino y tuvimos que puentear con unas piedras para que el vehículo, una Land Rover Defender modelo 1965, tuviera agarre con las ruedas. Superado el inconveniente, seguimos rumbo al Puesto Araya. Es el último vestigio de vida humana y hasta donde pueden circular los rodados. Se ubica sobre el margen del río Atuel unos kilómetros después del abandonado Hotel Termas El Sosneado. Aquí dejamos la camioneta y comimos chivo con la mano preparado por los puesteros quienes ensillaron los caballos para iniciar la cabalgata de tres días hasta los restos del avión siniestrado. 

Eramos seis personas en el grupo además de dos guías y un baqueano. El equipaje y la comida se cargaron en unas mulas y a cada uno nos dieron un equino. Me tocó una yegua color café con leche con la que no tuve feeling. A mediodía iniciamos la cabalgata. El ancho río es el primer desafío a sortear. Era enero donde las aguas corren revueltas y a baja temperatura por el deshielo de verano. Hay que levantar los pies hasta la montura para evitar mojarte.

El puesto está a 2200 msnm y el sitio del accidente a 3500. Una vez cruzado el río se enfila hacia un cañadón donde el camino se estrecha hasta ser apenas un sendero que en algunos tramos bordea precipicios. Sí o sí hay que ir en fila india. Yo estaba ávido de captar imágenes fotográficas y filmar. Cada tanto apuntaba el obturador a todo lo que nos rodeaba ya que la cordillera va cambiando de formas y colores a medida que se asciende. En un momento solté las riendas para sacar la cámara del estuche. La yegua intuyó el movimiento y aceleró justo cuando estaba sin agarre. Di una vuelta campana para aterrizar de espalda sobre una piedra que sobresalía golpeándome la columna y quedándome sin respiración durante unos segundos. Desde el suelo y envuelto en una nube de tierra, vi al animal dar coces al aire y huir desbocado. Me quedó una laceración de 10 cm pero el dolor no me impidió continuar la marcha aunque lo hice a lomos de un caballo menos intempestivo. Mi yegua la terminó montando uno de los guías.

Por la tarde del primer día se llega al campamento Arroyo Barroso para cenar y pasar la noche mientras caballos y jinetes descansan. Armamos las bolsas de dormir al aire libre al amparo de una roca. El cielo en esta parte del mundo es super limpio y se aprecian estrellas que a simple vista no se ven en las ciudades. Pese a ser de noche semejaba la luz del primer amanecer por el reflejo simultáneo de tantos astros. Al día siguiente hicimos el segundo tramo. Al fondo del valle ya se apreciaba a la distancia el glaciar Las Lágrimas en cuya base el avión se detuvo tras el impacto. Su fuselaje sirvió de refugio a los azorados pasajeros. Hacia las 13 horas arribamos al lugar.

Una cruz hace de tumba improvisada. Está sostenida por piedras y con varias placas que han ido dejando las sucesivas visitas de sobrevivientes y familiares. Se accede a pie ya que los caballos quedan un poco más abajo.

El lugar impresiona porque no se aprecia ni la más mínima señal de vida. Solo nieve, roca y el ulular del viento. Uno de los compañeros de expedición era un veterinario de Buenos Aires. Con él detectamos una mancha gris varios metros más abajo y fuimos hacia allí. Eran los restos del Fairchild Hiller FH-227 que posteriormente fue quemado por Gendarmería de Chile. Todavía se ven asientos, cables pelados, partes del fuselaje y piezas mecánicas. Lo más espeluznante fue cuando entre los amasijos observamos una cabeza de fémur. Ahí se toma noción de los sucesos que acontecieron en ese sitio. Más arriba se accede hasta un pedazo de ala y si se sigue escalando se puede llegar a la cola de la aeronave.

Por Federico Chaine
Fuente Diario Los Andes

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